miércoles, 20 de agosto de 2008

Lo que florece de la discapacidad

“Después de todo he comprendido que lo que el árbol tiene de florido, vive de lo que tiene sepultado” José Ángel Bueza.


A veces, los hijos duelen. No me refiero al dolor de parirlos ni al que se experimenta cuando se descalabran o fracasan en algo; tampoco al dolor de verlos partir cuando vuelan de casa. Yo hablo de uno muy particular: el del corazón que late de impotencia cuando un hijo vive una condición especial, derivada de una enfermedad, un accidente o un mal congénito.

¿Quién o qué muere al enfrentar estas circunstancias? ¿en qué consiste nuestra pérdida? Muere una ilusión y un deseo legítimo: el de procrear un hijo “equipado” con los recursos necesarios para ser funcional en este mundo; perdemos muchas ideas preconcebidas sobre lo que “debe ser” la maternidad, o en el caso del varón, la paternidad. Perdemos la posibilidad de verlo crecer y desenvolverse bajo los parámetros normales y también la protección que da el anonimato, pues en lugar de ser parte de la bola, pasamos a ser los diferentes, los especiales, los que cargan hasta con el molcajete y hacen un montón de ruido cuando llegan. Finalmente, perdemos algo de nuestra propia independencia y comodidad por el tiempo, el dinero y los cuidados que su condición nos demanda. Ese es mi recuento, ¿pero será que sólo perdemos?

Solemos expresar como buen deseo “que sea lo que Dios quiera, pero que venga sano”, es decir, a lo mucho le concedemos a Dios el beneficio de elegir el sexo, más implícitamente le advertimos que no se aceptan malas hechuras, como si Dios regenteara una gran maquiladora de niños y de vez en cuando sus sistemas pasaran por alto un producto defectuoso; sólo que no hay tal maquiladora ni se trata de algo que pueda llevar de vuelta al supermercado para exigir el cambio o la devolución de mi expectativa.

Escuché decir a Lilly, una mamá especial por partida doble, que las madres y padres que vivimos esta circunstancia necesitamos transitar por un proceso de duelo para dejar morir al hijo que esperábamos y tener el corazón y los brazos libres para abrazar al hijo que llegó. El choque es demoledor y el primer impulso es negarlo: “seguro hay un error“. Es la sabiduría del organismo que por lo pronto nos adormece, aquieta las culpas, posterga el coraje y, sobre todo, el dolor. Cuando Andrés nació no teníamos la menor idea de lo que vendría pero el miedo era inmenso y tan frío como la sala de terapia intensiva.

Recuerdo con ternura que no me habían quitado los puntos de la cesárea y ya había visitado un puñado de guarderías. Una me parecía triste, otra peligrosa; otra, pequeña y asfixiante, y una más, sucia y descuidada. La que mejor cumplía mis requerimientos, era cara, y de cualquier modo, cuando mencioné que Andrés “era un niño en riesgo de presentar daño cerebral”, etiqueta que ni la encargada ni yo sabíamos bien a bien qué significaba, me dijo que el personal no estaba preparado para un manejo especial o una terapia específica. “¿Y usted cree que yo si?”. –le escupí a aquella pobre señora. Por supuesto, aquella era una procesión de quien no sabía qué hacer con lo que estaba viviendo y manoteaba para que alguien más se hiciera cargo.

En ese momento, aunque no era consciente de ello, en realidad no me importaba tanto Andrés: era mi expectativa rota, mi hijo, mi dolor… y era tan fuerte, que quería era huir. Y hay muchas maneras de hacerlo: con fantasías y curaciones milagrosas; o paradójicamente, con trabajo excesivo, incluso con horas y años de religiosa terapia. No es lo que se haga, sino cómo se haga; si yo busco algo para que aquello “se le quite” como si fuera una gripa o si mi búsqueda la hago a partir de la aceptación y de la confianza en que lo mejor está por venir.

Se escucha fácil pero es complicado pues el mercado de la rehabilitación ofrece un sinfín de alternativas en sus estantes y recorrer sus pasillos como padres inexpertos, con el chiquito en brazos, para elegir un tratamiento; medicar, operar o no hacerlo, establecer una rutina de ejercicios o desecharla, etc. propicia mucha confusión y el peso de equivocar la decisión resulta agotador. Mientras, la culpa está ahí, agazapada, esperando a que se cometa el más mínimo error.

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En mi caso llegó “pronto” el día de entrarle a las emociones: pasar de la tristeza más profunda a una furia demoledora. Todo tembló adentro y afuera. El miedo, la culpa y el resentimiento provocaban fuertes oleajes, y más de una vez pensé que mi barco se hundiría. Me culpaba por haber elegido a ese médico, por no haber escuchado el agotamiento de mi cuerpo y haber creído su “todo está bien”. Ese veneno no solo lo ingería en cantidades industriales, también lo proyectaba en quienes me rodeaban… y en Dios.

La culpa viene de un juez interno, duro e implacable, que juzga a toro pasado. En esta trampa caigo y veo caer a muchos madres y padres que pagamos cuotas muy altas e innecesarias de sufrimiento: culpa por haber deseado demasiado a su bebé o por no haberlo anhelado lo suficiente; culpa por haber enfermado o por trabajar en exceso; culpa por no haberse cuidado…La lista es infinita cuando se voltea para atrás buscando comprender algo que independientemente de lo que diga el diagnóstico, no deja de ser un misterio.
Bajo la dictadura de la culpa no se comprenden y menos se aceptan sentimientos duales, como sentir deseo y rechazo, ternura y fastidio, etc.; o necesidades en conflicto, como la de descansar y la de ponerse a trabajara. Así, el venenoso inventario va acumulándose hasta que, o nos hastiamos del hedor, o nos acostumbramos a él…

Yo sabía que el agua solo llegaría por el canal del perdón, y como no puede darse lo que no se tiene, tenía que empezar por perdonarme a mi misma, y desde ahí, reconciliarme con Andrés, Rafa y la Vida, así que comencé a ir a terapia .

Todavía continúo recriminándome por no hacer, no saber o no tener dinero, tiempo o energía suficiente para algo que se requiere. Cuando me doy cuenta, trato de negociar y neutralizar la agresión de mi juez interno. Por supuesto, hay asuntos que aún no he perdonado; esos se los pongo a Dios y le pido que sea Él quien los cure.

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Después de la tempestad no es cierto que viene la calma, viene el regateo. No es tan fácil ceder a la realidad. La mamá de una joven con un cuadro muy complejo de parálisis cerebral me compartía que ella ya soltó la idea de que su hija coma por sí misma, camine y hable; que lo único que le pedía a Dios era que no tosiera, que no sufriera. Cuando se trata de los hijos, se negocia hasta el límite, hasta que la vida nos dice que el único camino es dejar de pelear, dejar de intentar explicar lo inexplicable, abrirse a la vida tal y como es y dejarse transformar por ella.

Opino que no se acepta por decreto y de un plumazo. Intuyo que es un proceso que dura toda la vida, pues hoy acepto una realidad, pero esta cambia. Sólo puedo aceptar lo que vivo aquí y ahora; lo que vendrá lo desconozco. Hace tres años ni siquiera me cuestionaba si Andrés tendría o no control de esfínteres y darme cuenta de que estamos en la última talla de pañales de bebé me da tristeza.

Para mi aceptar también implica desprenderme de lo que suponía que sería, hacer lo que me toca lo mejor que puedo y rendirme ante aquello que no puedo o no está en mi cambiar. Aspiro a fluir con lo es... y desde lo más profundo decir “está bien”.

¿Pero cómo va a estar bien el dolor en un niño? –te preguntarás. ¿Cómo va a estar bien el desgarramiento que se siente en las entrañas cuando desvían la mirada o le voltean a ver como si fuera un bicho raro? ¿Cómo va a estar bien que de por vida no tenga las mismas oportunidades que el resto? Esas duras preguntas se parecen a esta otra: ¿Qué ganamos cuando perdemos?. Darme cuenta de que Andrés está bien siendo quien es tiene que ver con amarlo incondicionalmente y reconocer lo que ganamos con su presencia quienes lo rodeamos.

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Me caía como patada de mula que me dijeran que Andrés era una bendición cuando todavía mis ojos estaban ciegos de dolor. Sin embargo, al recorrer este camino del duelo me percato una y otra vez de que no hay pérdida sin ganancia y de que el asunto del valle de lágrimas es un espejismo y una terrible manipulación. Al dejar de pelear con mi circunstancia, lo que he encontrado es un valle de vida y abundancia. Vista así, vaya que esta experiencia ha sido toda una bendición.

Gracias a la llegada de mis hijos, de ambos, he reconocido a una mujer fuerte, valiente, amorosa, frágil, paciente, temerosa, resentida, generosa, egoísta, intolerante, intuitiva, impotente, aceptante, creativa, apasionada y rabiosa. La discapacidad de Andrés solo ha avivado cada una de estas facetas mías y me ha enseñado a reconocerlas como recursos, más aún las que consideraba defectos.

Ser mamá de Andrés me ha llevado también a relaciones más profundas y encuentros maravillosos. Él todavía no puede llevarse un objeto a la boca, ni articula palabra, más ya me ha desnudado el alma.

Si bien estoy consciente de la sobrecarga de estrés que vivimos Rafa y yo, y de cómo eso constituye un factor de riesgo para nosotros, hoy por hoy la relación de pareja es mucho más honesta y comprometida de lo que jamás pensé que sería y también he podido constatar la transformación personal de mi marido.

Y qué decir del privilegio de volver ha ser madre, hace casi dos años, ahora de Santiago, experiencia que he podido vivir con más gozo y conciencia del milagro que es cada nueva habilidad y cada etapa de su desarrollo.

También me beneficio de una red de apoyo muy amorosa, formada por mi familia y la de mi marido; por Fátima, una chica bellísima que quiere, cuida y alimenta a mis hijos mientras trabajo o corro de una terapia a otra, así como médicos, terapistas súper comprometidos y amigos solidarios que han estado a nuestro lado lo mismo en nuestros inviernos que en nuestros veranos.

Hoy conozco a niños y jóvenes especiales, y a sus familias; madres, padres e incluso algunos abuelos, peregrinos, como nosotros. Entre terapia y terapia les escucho hablar de sus hijos con la ternura a flor de piel, el orgullo de los logros y la voz que sale en hilos cuando se trata de pérdidas y heridas abiertas. En el Centro Loyola de Monterrey nos reunimos un pequeño grupo y mes con mes constato la bendición de caminar en comunidad. Me doy cuenta de que formamos una especie de cofradía, en donde vivir la diferencia da sentido de pertenencia; en donde uno come taquitos o se toma el café hablando con soltura de complicaciones cardiacas, hipoxia, traumatismos, sordera, hidrocefalia, autismo, epilepsia, microcefalia y síndromes de apellidos raros, sin percatarnos de lo mucho que nos damos unos a otros con solo escucharnos. De y con ellos he aprendido que el misterio del dolor se empequeñece cuando de la realidad del amor se trata.

En este caminar he podido reconstruir una más personal imagen de Dios; el Dios que comunica Jesús en su prédica y sobre todo con su vida: un Dios compasivo, amoroso, más cercano a la realidad del dolor y la exclusión, porque en eso le va la vida, ocupado en ajustar lo que está desajustado en el mundo y en el corazón humano. A veces lo pierdo de vista, cuando me gana la angustia o clavo la mirada en lo que no hay o en lo que falta y entonces sucede ese pequeño milagro: el de parar a fin de tomar aire, recibir un abrazo y recordarme la inevitable pregunta: ¿qué camino elijo: el del dolor o el del amor?

Vaya que en más de un sentido esta experiencia es una bendición, una a veces conmovedora y a veces agotadora bendición. Solo que requiere de tiempo y energía descubrirlo.
¿Para qué escribir sobre mi experiencia? Lo hice pensando en que estas líneas quizás lleguen a madres y padres que se encuentran en la disyuntiva de vivir su realidad desde el dolor o desde el amor.

Honestamente, yo como tú no elegí ser mamá de un pequeño en circunstancias especiales, más sí estoy eligiendo cómo vivir este desafío. Tampoco me creía capaz de experimentar tanta muerte y tanta vida; tanta resistencia a la frustración y tanta paciencia; tanto amar, tanto dar y tanto recibir. Ya no pretendo ser “la de antes”, porque eso negaría algo que ha dado profundidad a mi vida. Quiero seguir siendo “la que soy” y no olvidarlo nunca.

Artículo publicado en las revistas BBMundo bajo el título de "El dolor y el amor" (Mayo 2007) y Mirada No. 23, (Marzo 2008). Suscripciones a Mirada en http://www.revistamirada.com

1 comentario:

Leticia Escardó dijo...

Al leerte vuelvo a revivir mis tres años con Belén en brazos. Gracias por tu franqueza. Gracias por tu entereza. Gracias por compartir.
Que maravilla la vida¡ la vida de Andrés y la de cualquier otro niño, especial o corriente, la vida nueva nos transforma y enriquece. Gracias Ariadna, Leticia