viernes, 13 de junio de 2008

Sobre la discapacidad de amar

Para el Güero, con amor.


“Estamos aquí para sanarnos los unos a los otros y también a nosotros mismos”.
Elizabeth Kübler-Ross



¿A quién imagino leyendo este artículo?... Imagino a cualquier persona que experimenta la dificultad para aceptar a otra, trátese de un hijo cuya vida o cuyas elecciones te confrontan; una madre o un padre de quien quisieras te expresara más su amor o estuviera más presente; o una pareja a quien quieres cambiar, y por tanto, rechazas como es. Yo voy a apelar a mi propia experiencia y al proceso que ha significado aprender a amar a Andrés, mi hijo primogénito, mi hijo especial.

Lo que encuentro de común en estas experiencias es la dificultad para aceptar y reconocer que las personas y las circunstancias son como son y no como me gustaría que fuesen, y que da origen a lo que llamaré “discapacidad de amar”.

La discapacidad de amar también tiene que ver con mi no estar disponible para el otro, o en condicionarle mi disponibilidad. Y junto con las condiciones, están las expectativas. Me aferro a mi idea de lo que “debe ser” el amor, la persona, etc. a partir de mis propias creencias y anhelos, y me resisto a reconocer lo que es, como es.

En mi caso, fue precisamente mi enorme capacidad para crear expectativas lo que me hizo muy difícil el encuentro con Andrés. Ahí estaban en fila la expectativa de tener un parto suave y una maternidad de cuento; la expectativa de procrear un hijo sano; la de compartir esta experiencia con mi pareja; y finalmente, la de continuar con mi vida, mis necesidades y satisfactores “de antes”. Cuando él nació todo eso se fue al carajo.

Así lo escribí recién parida:

Andrés sufre su llegada al mundo y eso me duele y me remueve algo adentro que no sabía que existía. Está exhausto, maltratado, picoteado, invadido. La sala de terapia intensiva, con su luz permanentemente prendida y su ambiente impersonal es lo más alejado al tantas veces imaginado ritual de llegada. Me asombra su voluntad de vivir y me asusta lo que puede venir.

Pero eso era apenas el inicio. En lo sucesivo, hemos recorrido un sinuoso camino encontrando las secuelas de la asfixia que Andrés vivió al nacer. Reconocer el daño cerebral y hacer el inventario de los serios rezagos ha sido muy duro, y no deja de serlo cada que le hacen una valoración. Entre citas, estudios, diagnósticos, oraciones y buenos deseos se viven todos los sentimientos imaginables: confusión, ira, negación, tristeza, culpa, impotencia, miedo...

Los sentimientos más discapacitantes: Culpa, resentimiento y miedo.

¿A ti qué sentimientos te paralizan? ... Los que yo experimento como más discapacitantes, para seguir hablando en estos términos, son la culpa, el resentimiento y el miedo. Respecto al miedo, no me refiero al miedo que me lleva a estar alerta cuando peligra mi vida, sino al que alimenta las fantasías catastróficas y los panoramas sombríos.

Estos sentimientos se parecen en algo: surgen en el pensamiento y no motivan a la acción, sino al contrario, detienen el crecimiento, secan el alma y consumen no solo a quien los siente, sino a quienes le rodean...

Como mamá me siento profunda y existencialmente incapaz. Algo en mi seguro está mal, porque mujeres paren y crían desde que el mundo es mundo; niñas, adolescentes, analfabetas, profesionistas, hijas de papi, putas, mujeres todas, paren cada día y crían como si lo supieran hacer desde siempre. En cambio, yo fui incapaz de parirlo sin dañarlo; le fallé de entrada y le sigo fallando porque no lo entiendo, porque se me agota la paciencia, la energía y los recursos. Quiero mi vida de vuelta y no quiero a Andrés en ella... y eso me hace sentir todavía peor.

Pero en el infierno no solo habita la culpa y así escribí al respecto:

Mi resentimiento lo envuelve todo. Me enoja este invierno que llega y traigo metido en las venas. Me enoja recordar la brutalidad a la que sobrevivió Andrés; la negligencia del médico que esperó casi dos días para sacarlo y su “todo está bien”. Me enoja haberle creído, me enoja no haber escuchado a mi cuerpo cansado de querer parir, me enoja la promesa rota de Rafa, mi esposo, de cuidar de Andrés y de mi, y me enoja la impotencia de Dios, que estuvo ahí sin estar.

También me enoja que las personas que amo se escapen y retomen su vida. De pronto, Rafa, con quien tejí esta enorme expectativa de ser padres se vuelve alguien profundamente ajeno. Al llegar lo golpeo con palabras cargadas de resentimiento y de frustración. Le reclamo su huída, lo dejo con Andrés y me encierro en otro cuarto a pasar la noche, deseando que Andrés llore inconsolable, para que él se de cuenta de la monserga que está siendo para mi ser madre. Así me doy cuenta de cómo un hijo puede ser a veces la carne de cañón en la guerra de los padres, y eso me aterra.

Los infiernos son creaciones personales. Cada quien vive los propios. Yo sabía que del infierno solo se sale entrando, y en nuestro caso eso significaba encarar la culpa y el resentimiento, haciéndonos responsables cada quien de lo suyo. A pesar del miedo de quedarnos pegados en esa horda de reclamos y culpas, tanto Rafa como yo nos expresamos lo que sentíamos y validamos los reclamos del otro. La relación lo resistió y la vida nos regaló una rica lección: aprendimos a no evadir el dolor, a comunicarnos de manera profunda y a perdonar.

El duelo es un proceso y si lo permitimos, cada pérdida nos ofrece la posibilidad de unirnos, ocuparnos los unos de los otros y relacionarnos de una forma nueva y más íntima. Elisabeth Kübler-Ross lo dice así: “no hay crecimiento sin pérdida y aunque pueda parecer extraño, tampoco hay pérdida sin crecimiento”. [1]

De ese tiempo de ebullición ha surgido poco a poco la serenidad, la alegría, el sentido y otros temas e intereses que han venido a enriquecer la vida. Uno muy importante fue la decisión de volver a ser padres. Con un nuevo bebé en camino, estamos gestando una nueva historia y aprendiendo a diferenciarla y darle su propio lugar, conscientes de la tendencia a centrar nuestra atención en Andrés.

Nuestros días son afortunadamente más claros y luminosos. Los nubarrones de la tristeza y de la frustración aparecen de cuando en cuando y los vivimos con tales.

Andrés es un misterio que me remite a Dios, a un Dios cuya imagen revisé y curé. Hoy se que El ha estado siempre, aceptante de mi enojo, conmovido en mi tristeza, indignado ante la injusticia y amante, amante siempre. De El me ha venido un cuestionamiento profundo: “¿Estás dispuesta a amar a la manera de Jesús?” ¿quieres vivir el gozo de quererlo libremente, sin esperar tal o cual resultado? ¿te animas a darte cuenta de lo que hay, en donde aparentemente no hay? ¿te arriesgas a soltar lo que pasó y lo que va a ser, para vivir el presente como es? ¿tienes el valor para rendirte?...

Yo te invito a que hagas estas mismas preguntas en relación a esos amores de los que habla al principio y que duelen por ser condicionados, que frustran por vivirse en el terreno de lo que no está y no es.

Son preguntas muy grandes, y en mi caso te confieso que no para todas tengo aún respuesta. Más cuando volteo al día a día de Andrés, encuentro la manera de ir contestando “de a poquito”, gota a gota, en el día da día de sus terapias, sus ejercicios, sus medicinas. Y también en el hecho de no claudicar a mi propia vida, a mis necesidades y a mi propio propósito, que no se limita a ser mamá de Andrés.

Hoy comprendo que rendirme no tiene que ver con perder. Rendirme es dejar de pelear conmigo, con la realidad, con el hecho de querer que las cosas sean de tal o cual modo. Rendirme es darme cuenta de que la vida es y será como deba ser, y que eso está bien.

Recientemente leía que el amor florece cuando hay equilibrio entre lo que se da y lo que se toma en una relación... y me pregunté cómo aplicaba eso en el caso de Andrés, a quien le expreso mi amor procurándole un entorno amoroso, estimulándolo y celebrando sus logros... y la respuesta vino de su papá: “Quizás no nos mantenga la mirada, no te diga mamá o no te acaricie la cara, lo que sí es seguro es que nos da todo lo que puede”, me dijo.

¿Cuáles han sido mis mayores aprendizajes a lo largo de estos primeros años en la vida de Andrés?

- Encuentro que lo más valioso que tengo es a mi misma y que es reconociéndolo como puedo encontrar esa misma valía y esa riqueza en los demás.
- Me doy cuenta de que la vida no es justa y que el dolor, como el amor, están garantizados.
- Aprendo que la aceptación (de una persona, de una circunstancia, de la realidad, etc.) es un proceso gradual que va de un ¿por qué? a un ¿para qué? y que no llega solo, ni se da con el tiempo; hay que entrarle.
- Ahora comprendo que rendirme a la vida es vivir.
- Reconozco que la discapacidad en un hijo duele y esa es parte de la verdad.
- De igual modo, también es verdad que puedo amar, gozar, celebrar la vida de Andrés y de la criatura que viene y enorgullecerme de nuestra familia.
- Se que si lo permito, la discapacidad amplia las posibilidades del amor hasta el límite de la incondicionalidad.
- Y finalmente, reconozco en la discapacidad de mi hijo esa profunda metáfora sobre las carencias, limitaciones, posibilidades y el misterio que habita en él y en cada uno de nosotros.


Publicado en Revista Mirada bajo el título “No creía que pudiera amar tanto” / Enero de 2006 (Suscripciones en http://revistamirada.com )

[1] Kübler-Ross Elisabeth y Kessler David. (2000). Lecciones de Vida. Vergara.

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